Un volcán es básicamente una abertura o grieta en la corteza terrestre conectada a una cámara magmática y por la cual los materiales incandescentes en forma magma (lava, gas y líquidos a altas temperaturas) del interior de un planeta emergen y se acumulan en la superficie de este.
Actualmente existen una gran cantidad de volcanes en erupción pero, ¿desde cuándo nos fascinan a los humanos? Tal y como parece indicar la posible representación más antigua de un volcán, hallada en la cueva de Chauvet-Pont d'Arc, al sur de Francia y datada en 36.000 años de antigüedad, los volcanes son estructuras geológicas conocidas y temidas desde la prehistoria. Los volcanes también fueron definidos por griegos y romanos. De hecho el propio Aristóteles sostenía que los volcanes se formaban debido a vientos subterráneos que rompían la corteza de la Tierra y emergían a la superficie. Así, la palabra "volcán" procede de "Vulcano", término que designaba al dios romano del fuego.
Los volcanes se pueden formar de dos maneras: debido a la tectónica de placas, es decir, al continuo movimiento de las placas de la corteza terrestre de nuestro planeta sobre el manto fundido de este, o en los llamados puntos calientes, donde el material incandescente emerge puntualmente en una zona concreta de la Tierra.
Cuando se trata de las placas tectónicas, los volcanes suelen tener su origen en los bordes de estas y se pueden formar de dos maneras distintas. La primera de ellas tiene lugar en los bordes convergentes. Por ejemplo, cuando convergen o chocan una placa litosférica oceánica y una placa continental, al ser la primera más densa que la segunda se produce lo que los geólogos conocen como un proceso de subducción, es decir, esta se hunde formando una fosa oceánica muy profunda. En este proceso, tanto por la enorme fricción como por la pérdida de agua de la corteza que subduce, las rocas se funden y se genera magma, el cual asciende debido a la diferencia de temperatura y densidad dando lugar a erupciones volcánicas, y con ellas a nuevos volcanes. Este es el caso de la cordillera de los Andes y sus numerosos volcanes, la cual se formó debido a la colisión de la placa de Nazca (bajo las aguas del océano Pacífico) con el continente sudamericano hace miles de años.
Otro ejemplo de la formación de volcanes en límites convergentes se produce cuando colisionan dos placas oceánicas. En este caso, entre los bordes de ambas placas se forma lo que se conoce con el nombre de arco volcánico, es decir, un conjunto de volcanes que con el tiempo puede emerger de la superficie del océano en forma de islas. Es el caso del arco volcánico indonesio, el de las Antillas Menores o del conjunto de islas que conforman Japón.
Pero los volcanes también se forman en los bordes divergentes, es decir, en aquellos lugares de la corteza terrestre en que dos placas se separan. Aquí la litosfera se resquebraja o se debilita dejando aflorar el magma del interior de la Tierra. En esta ocasión el magma asciende impulsado por las corrientes de convección: se trata de magmas poco viscosos y que, por lo general, dan lugar a erupciones de baja explosividad que forman los llamados volcanes de rift. Un buen ejemplo de ello podemos en encontrarlo en el Valle del Rift, al este de África.
Sin embargo, por otra parte, los volcanes también se pueden formar lejos de los bordes de placas, en los llamados puntos calientes volcánicos. Estos puntos calientes resultan de la presencia de las conocidas como plumas del manto o plumas mantélicas, es decir, columnas estrechas de material incandescente y fundido procedente del manto que emergen hasta la superficie. Si una de estas plumas volcánicas aflora en el océano formará un volcán submarino que al alcanzar la superficie se convertirá en una isla volcánica.
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